Paseando por la calle me encuentro gente de todo tipo. Los hay que parecen cuerdos. Otros sin embargo airean su locura, vociferando cosas extrañas. Como por ejemplo, los villancicos, o las canciones de la tuna, tras unas cuantas copas de más.
Otros pretenden ser vistos por la gente, han caido en la soledad de la calle, la soledad del mendigo, cuya única forma de pertenecer al mundo de los que tienen algo es vociferando sus dolores, para recibir una mirada, una única mirada de las personas que tienen algo, que tienen un hogar donde vivir.
La locura habita en cualquier estilo de vida, también en la locura nocturna de los pubs de la calle Huertas, donde los puertas se pelean por llevar clientes a su local. No deja de ser un absurdo vernos entrar y salir de un sitio a otro, como si tuvieramos chinches en los piés. No vociferamos nada, lo sé, pero también es otro tipo de locura, la de la desconexión, quiero desenchufar mi cabeza, el cable principal, y no pensar más, no preocuparme más.
Cuanto más alta esté la música, menos pensaré en lo que me da vueltas en la cabeza. En realidad, sé que no es más que otro modo de evadir mi propia locura interior o de obligarla a salir al ritmo frenético de la música, como si con la música dejara de resonar en mi interior la eterna pregunta
¿A dónde vas?
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