En primer lugar, dar gracias a Virginia por la inspiración para esta entrada. Ha sido fruto de una conversación muy interesante, de un intercambio de experiencias vitales- nada como la terapia de la amistad para recobrar el sentido de la realidad.-
Todos tenemos un espacio propio. Ese espacio puede darse en varios planos. Uno es el físico: por sentido común casi todos sabemos que las invasiones del espacio físico deben de ser con el consentimiento de la persona. - Todos salvo los pulpazos de bar que nacen con el sentido común atrofiado, vaya.-
El otro espacio es el social. El espacio que ocupamos en cada grupo las personas. Todos y todas, lo reconozcamos o no, queremos sentir que tenemos un sitio en los grupos en los que nos movemos.
El problema es que las relaciones sociales son móviles, y eso significa que cuando presentamos en un grupo a personas nuevas, las relaciones se mueven. El tipo de espacio que ocupamos cambia. Hay un período de adaptación, de asimilación de los cambios; por ejemplo, ya no somos el centro de ciertas atenciónes que eramos antes o no somos tan llamativos/as. La novedad es algo que arrastra mucho.
Podemos incluso tener miedo a perder el sitio, algo en cierto modo absurdo, pero ¡quién no ha experimentado esa sensación alguna vez!, o celos y resentimiento porque la nueva persona está "invadiendo" un lugar que, creemos nuestro.
Tal sensación puede crear recelos, e incluso malos rollos en el grupo. Pero, como para todo hay un remedio, tenemos recursos sobretodo si somos conscientes de lo que sucede dentro de nosotros/as. No sirve negar que lo que sucede, simplemente es que nuestras relaciones con el grupo están cambiando. Y eso no implica necesariamente una pérdida del espacio anterior, sino una modificación de las relaciones así como la creación de un nuevo espacio, tal vez mucho más rico que el anterior, con la inclusión de las nuevas personas en el grupo. Pensando en esto, me remonto a la más tierna infancia donde se empieza a aprender esto, en cuanto nace un hermanito/a. Hay cierto miedo a perder el lugar que se tiene en la familia, y no es anormal o algo por lo que haya que horrorizarse. El error es condenarlo o hacer de ello un drama.
Lo mismo que si nos pasa cuando somos mayores. Y es que, claro, somos humanos, qué le vamos a hacer. Seguimos sin ser ángeles, pero vaya como ya dije en otra entrada, eso de flotar en la eternidad con una lira en la mano debe ser un santo coñazo, las cosas como son.
domingo, 17 de agosto de 2008
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